El Sol de Hidalgo
23 de septiembre de 2012
Por Juan Manuel Menes Llaguno
Cronista del Estado de Hidalgo
Pachuca, Hidalgo.- Rincón de nostálgicos recuerdos para todo pachuqueño, el Parque Hidalgo, ubicado en el lugar que otrora ocuparan las extensas huertas del Convento de San Francisco, ha sido,
desde hace más de un siglo, centro de alegría infantil, paseo de enamorados adolescentes.
Su origen se remonta a 1861, año en el que se expropiaron las instalaciones y anexos del Convento de San Francisco, en cumplimiento a lo preceptuado en las leyes de Reforma, de modo que fueron
entregadas un año más tarde al Ayuntamiento de Pachuca, a efecto de destinarlas al servicio de la comunidad. En relación con los terrenos que ocuparan las huertas y el panteón de San Rafael, se
determinó, desde un principio, que este último continuara como Cementerio Municipal, en tanto que las huertas se utilizaran como parque y paseo de la ciudad.
Sobre las obras realizadas en esta última porción, existe en el Archivo Histórico del Poder Judicial del Estado, un curioso documento, fechado el 4 de octubre de 1862, en el que consta el
contrato celebrado entre José María de los Cobos, síndico del Ayuntamiento de Pachuca y el señor José Luis Revilla, para construir en el mencionado lugar un paseo al estilo de la Alameda de la
Ciudad de México. En tal documento se hacen constar detalles tales como la forma y medida de los andadores, el número y arquitectura de las fuentes, el tipo de monumentos, la descripción de los
jardines, etcétera.
No obstante que las obras para su construcción se iniciaron en 1863, no llegaron a concluirse en los términos del contrato, por lo que años más tarde, el Ayuntamiento de la ciudad retomó el
proyecto y lo continuó hasta concluirlo por allí de 1882 u 83, inaugurándose con el nombre de "Parque Porfirio Díaz", el que, al decir de los quienes le conocieron entonces, rivalizaba en
hermosura con cualquier otro de la República.
Al ser derrocado por la Revolución el viejo dictador, la Asamblea Municipal aprobó el cambio de su nombre por el de Parque Hidalgo, lo que sucedió el 14 de junio de 1911, desde entonces se ha
convertido en un verdadero emblema de la ciudad y no creo que exista un solo pachuqueño que no guarde gratos recuerdos de este sitio.
Allá por los años cincuenta, los andadores del parque eran aún terraplenes bien compactados, en los que muchos iniciamos el breve aprendizaje para convertirnos en diestros manejadores de
bicicletas, que alquiladas por un señor Homero(N) en un local que se ubicaba junto a la fuente de sodas, atendida por una familia de apellido Rojo. Los primeros tanteos, se hacía en los amplias
andadores que de norte a sur y oriente a poniente que se cruzaban en el gran Kiosco, donado, según se leía en una placa de bronce colocada en su plataforma, por la colonia Americana en 1920, a
fin de sustituir al que en 1904, según Teodomiro Manzano, colocó el Ayuntamiento de la ciudad.
Gracias al empeño y constancia, el aprendizaje en el manejo de la bicicleta pronto rendía frutos, hasta permitir la incursión por los reducidos andadores que conducían a las fuentes y al cerrito,
inclusive se emigraba de manera subrepticia por algunas calles aledañas, lo que constituía una verdadera temeridad.
Cómo no recordar los cientos de veces que, tirados en la yerba de aquellos jardines, platicamos sueños de incongruente puerilidad e imaginábamos nuestra vida futura llena de satisfacciones
infantiles. Nadie de nosotros imaginaba entonces que la fuente mayor hubiese sido espacio de breves recorridos de una pequeña lancha o que en el sitio donde se encontraba el cerrito hubo alguna
vez un pequeño zoológico y que la fuente pequeña se engalanaba con una garza similar o tal vez la misma que se encuentra en el edificio de Abasolo de nuestra Universidad, entonces Instituto
Científico Literario Autónomo del Estado.
Fue allí también, donde años después, en plena adolescencia, se fraguarían las primeras citas amorosas y, tal vez, el sitio donde dos manos sudorosas por la emoción de la primera cita se juntaron
para caminar bajo la copa de los árboles, que testigos del beso con el que se iniciaba una relación, ofrecieron su tronco para que aquellos enamorados dejaran testimonio de sus juramentos en el
dibujo de un corazón y sus nombres, inscripciones que aún se conservan en la impasible corteza de algunos árboles viejos del Parque Hidalgo.
Nostalgia de tiempos idos, en los que reinaba la algarabía con la llegada de la Feria de San Francisco, que cada 4 de octubre ocupaba aquel espacio con juegos mecánicos y decenas de puestos de
comida, ropa y artesanías, así como aquellas loterías públicas con sus chuscos gritones o los ocurrentes anunciantes que invitaban al museo itinerante que exhibía a la mujer barbuda o al hombre
de cuatro brazos.
Después, durante los desconcertantes días de calor y frío de noviembre, cada banca del parque se convertía en espacio ideal para el repaso y en muchos casos también para el aprendizaje de lo no
estudiado en el año. Era frecuente ver por allí a quien con gesto doctoral intentaba explicar un capítulo de la historia de Malett o aquel que repetía de memoria un tramo de los extensos apuntes
de la clase del licenciado Vargas y hasta iniciar una conversación en francés imitando al ingeniero Echeverría o Madame Bonefoi.
En el Parque Hidalgo laten miles de recuerdos para quienes aquí nacimos y crecimos, es uno de esos lugares que no se pueden olvidar, pues su imagen se asocia imperceptiblemente con algo muy
íntimo y trascendente de nuestras vidas, es, sin duda, una urna de historias y recuerdos.
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